Arranca el segundo juicio contra los Jemeres Rojos de Camboya
Ancianos ya, cuatro cabecillas del atroz régimen de Pol Pot se sientan hoy en el banquillo por el genocidio de dos millones de personas entre 1975 y 1979

Más de tres décadas después del despiadado régimen de los Jemeres Rojos (1975-79), Camboya vuelve a asomarse al horror de los “Campos de la Muerte” para ajustar cuentas con su traumático pasado. Ancianos ya, cuatro de sus principales cabecillas se sientan hoy en el banquillo de los acusados ante un tribunal internacional de la ONU que los juzgará por crímenes de guerra y contra la humanidad, genocidio, torturas y persecución religiosa.
Con su principal líder, Pol Pot, muerto desde 1998, los acusados son Nuon Chea, de 84 años, ideólogo y número dos del régimen; Khieu Samphan, de 79 y antiguo presidente de la República Democrática de Kampuchea; Ieng Sary, de 85 y ex ministro de Exteriores; y su esposa, Ieng Thirith, de 79 y responsable entonces de asuntos sociales. Un cargo que suena a broma macabra porque, durante los cuatro años que los Jemeres trataron de imponer una utópica sociedad agraria en Camboya, murieron dos de sus siete millones de habitantes por ejecuciones sumarias, hambre, extenuación o precarias condiciones sanitarias.
Esta primera sesión es puramente formal, ya que sus testimonios y los relatos de las víctimas empezarán a escucharse en agosto o septiembre. Como era de suponer, los cuatros imputados se han declarado inocentes, pero este nuevo juicio es la continuación del proceso que condenó a 35 años de cárcel a Kaing Guek Eav, alias “Duch”, por sus torturas durante los interrogatorios en la antigua escuela de Tuol Sleng. Reconvertida en una siniestra prisión hoy abierta a los turistas, por allí pasaron más de 16.000 detenidos. De ellos, sólo sobrevivieron un puñado de afortunados como el artista Vann Nath, quien se salvó para pintar un retrato de Pol Pot y luego ha plasmado en sus cuadros las horripilantes escenas que jamás podrá borrar de su memoria.
“ Los guardias, adolescentes campesinos y analfabetos, torturaban a los presos para que confesaran . Una vez a la semana, montaban a 50 detenidos en camiones y los trasladaban a Choeung Ek”, explicó en 2009 en una entrevista concedida a ABC refiriéndose al “campo de la muerte” situado a 15 kilómetros de la capital, Phnom Penh. Allí, donde actualmente se levanta un Museo del Genocidio compuesto por cientos de calaveras, se han abierto 86 de sus 129 fosas comunes, en las que han aparecido 8.895 cadáveres.
Mediante un golpe en la nuca con un una azada, muchos de ellos fueron ejecutados por Him Huy, uno de los verdugos del campo y testigo de cargo en el primer juicio contra los Jemeres Rojos. “Yo maté a miles de personas porque, de haberme negado, me habrían asesinado a mí también”, confesó a ABC durante la vista oral contra “Duch”.
Aunque los juicios contra los Jemeres pretenden ser una especie de catarsis colectiva, en este paupérrimo país del Sureste Asiático siguen conviviendo víctimas y verdugos. Raro es el camboyano que no perdió a cinco, diez, quince o veinte familiares durante aquella época . Y raro es el funcionario de la Administración o político que, como el primer ministro Hun Sen, no formó parte de Angkar, como se conocía en el idioma jemer a la Organización dirigida por Pol Pot.
Auspiciado por la comunidad internacional, el proceso judicial contra los Jemeres Rojos llega tarde e incompleto, pero sigue levantando ampollas en la sociedad camboyana. Sobre todo cuando los familiares de las víctimas contemplan espantados los polémicos casos de corrupción que han salpicado al tribunal, en el que la ONU ha gastado más de 100 millones de euros desde 2006.
Hace 32 años, y con la ayuda de los desertores camboyanos, el Ejército vietnamita invadió el país y derribó a los Jemeres Rojos, responsables de uno de los mayores exterminios del siglo XX junto al Holocausto nazi y los “gulags” de la extinta Unión Soviética. En su desquiciado intento por crear una nueva sociedad agraria sin clases, los iluminados secuaces de Pol Pot despoblaron las ciudades , recluyeron a sus habitantes en campos de trabajo, separaron a las familias, abolieron la propiedad privada, prohibieron la religión, aislaron al país, cerraron los bancos, quemaron el dinero, suprimieron la educación, eliminaron los mercados, clausuraron los hospitales, anularon la individualidad del ser humano y liquidaron sin piedad todo aquel que consideraban su enemigo.
En el paranoico estado de terror impuesto por los Jemeres, el “enemigo” lo formaban los miembros de la afrancesada clase urbana que, a su juicio, tenían explotados las paupérrimos campesinos. Al principio, la represión golpeó a los ricos, intelectuales, técnicos, maestros, funcionarios, oficinistas e incluso a aquellos que hablaban algún idioma extranjero o que, por razones tan peregrinas como tener gafas, parecían un poco más ilustrados que los demás. Pero pronto afectó a todos por igual en su plan por formar una “nueva sociedad”, un locura ideada por revolucionarios comunistas y inspirados por Mao Zedong y guerrilleros anticolonialistas procedentes de familias acomodadas que, paradójicamente, habían estudiado en la Sorbona de París.
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